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Desarrollo … a conciencia

La semana pasada, el director general de una compañía me decía: «hace unos meses hicimos un curso de formación para que el equipo directivo desarrollara sus habilidades de delegación. Durante los siguientes días, incluso alguno de ellos durante varias semanas, parecía que realmente habían captado lo que queríamos decir, delegaban. Pero han pasado tres meses y todo vuelve a
ser igual».

¿Cuántas veces hemos oído esto? Después de que le habían convencido de la importancia de la formación en la empresa, y hasta había decidido dedicar un presupuesto para desarrollo. Y ahora, hay que convencerle de que desarrollar personal y profesionalmente a sus colaboradores
es importante.

Ciertamente se confunde en muchas ocasiones el desarrollo con la formación, o incluso con la información. La mayoría de la formación se orienta a mejorar las competencias que contribuyen a que el directivo tenga un buen desempeño profesional, es decir, los comportamientos que la empresa entiende que le permitirán cumplir con la misión encomendada. Para ello, en general, nos encontramos con una oferta de productos enlatados en la estantería del supermercado de la formación, que nuestras empresas compran con la garantía de una más que dudable personalización. El efecto mayoritariamente conseguido tras su consumo, es el mismo que el que se produce al descorchar una botella de cava y servirlo en una copa. La espuma sube
hasta desbordarse, para después quedar un poso realmente reducido.

A la hora de abordar el desarrollo de las personas en las organizaciones empresariales, me parece más acertado partir de la base que como seres humanos todos tenemos los recursos que necesitamos para manejarnos en cualquier ámbito de la vida, por lo que, con la adecuada ejercitación de los músculos que correspondan en cada caso, ese buen desempeño ya lo doy por supuesto.

Pero sí es cierto que, en la práctica, la realidad nos confirma que todos no hacemos el mismo uso de esos recursos o capacidades. Por tanto las diferencias entre unos directivos, más exitosos, y otros, menos, las hemos de buscar en otros ámbitos del desarrollo de la persona, que quizás no son tan visibles al ojo humano.

Hemos de pensar, por tanto, que habrá que arañar un poquito más en la superficie de la piel, y no se nos escapa que, en las relaciones humanas, donde sí evidenciamos importantes diferencias, es cuando profundizamos en las creencias o valores del directivo, es decir, los por qué y para qué hacemos las cosas, en definitiva, la motivación o permisos que cada uno de nosotros nos damos
a sí mismos para intervenir en que las cosas ocurran en un sentido o en otro.

Si el directivo cree que sus colaboradores no tienen la requerida experiencia, que no están lo suficientemente formados, que no puede confiar en que hagan el trabajo con la calidad necesaria, será muy difícil que les delegue responsabilidades.

Y si vamos un poco más allá, me pregunto si estas creencias y valores no habrán sido moldeados por las experiencias vividas junto a otros jefes, a lo largo de nuestra trayectoria profesional, modelos que a su vez han contribuido a crearnos la imagen de lo que es ser “un buen jefe”, sazonados con frases sabrosas del refranero popular y conocidas por todos, como “si quieres que algo funcione, lo tienes que hacer tú mismo”, “divide y vencerás”, u otras de la misma especie.

Estos modelos han forjado nuestra propia identidad, o lo que, en definitiva, podemos llamar como el rol del directivo.

Llegados a este punto, hay que afirmar con rotundidad que el desarrollo hay que centrarlo en la persona, en la toma de conciencia de su conexión consigo mismo y con su entorno, es decir, en el conocimiento de sí mismo, de su funcionamiento interno y de su interacción con el entorno.

El conocimiento de uno mismo es esencial para saber interpretar las emociones, discernir los pensamientos útiles de aquellos que no lo son, focalizarse en las prioridades personales, familiares y profesionales, alcanzando el equilibrio imprescindible. En definitiva mantener el alineamiento personal entre comportamientos, capacidades, valores, misión y visión de la vida.

Esta visión es la que nos conecta como seres humanos con nuestro entorno, nos permite trascender de lo que somos como individuos y nos hace partícipes de algo más, tomando conciencia del proyecto vital compartido, que el ámbito profesional se traduce en un proyecto
empresarial.

En este sentido, algunos autores de referencia señalan que la verdadera función del líder es hacer confluir e integrar la visión de la compañía con las visiones individuales de las personas que forman parte de ella.

Por tanto, como directivos y en el marco del desarrollo de las personas en la organización, se ha de influir en la configuración de una visión e identidad de compañía, de un rol directivo acorde con el estilo de la misma y con los valores que para ésta es importante compartir.

El desarrollo en este sentido crea adicción. He podido verlo en más de una ocasión, y lo he experimentado.

Cuanto más profundizas en tu propio conocimiento, más conectado estás contigo mismo, más oportunidades existen de conectar con la visión de la compañía, de la que, desde este punto de vista, uno se hace partícipe. A este espíritu de “pertenencia a” se le llama coalineamiento.

Se produce un estado de satisfacción que provoca la misma adicción que la que un deportista siente por el flujo de endorfinas que su propio cuerpo genera. El equipo directivo suele hablar del “espíritu de” generalmente, el lugar donde se realizó el trabajo que les permitió
alcanzar este coalineamiento. En definitiva, el desarrollo a conciencia, implica eso, darse el tiempo para tomar conciencia de un mismo y de aquello de lo que forma parte, para sacar lo mejor de sí, en pro de conseguir resultados de éxito que se consoliden en el tiempo.

Publicado por Equipos & Talento, número 48 – 2005